miércoles, 3 de julio de 2019

Vivir acompañado está sobre valorado


Conversaba yo con una vieja amiga, de estas que te conocen como si fueran tu propia madre, y le decía que, paradójicamente, echaba de menos mi casa de Milán. Su disposición, su silencio, mis momentos en esa casa, mi autonomía milanesa. 
Después de un silencio, ella me dice que me comprende. Hace una larga pausa, reflexiona, y emprende la elocuencia
-Esa es la ventaja de vivir solo… y la desventaja de vivir acompañado.
Para dar más intriga a su veredicto, hace una nueva pausa, mientras bebe de su copa el morado líquido.
-Vivir con alguien a quien se ama debe ser maravilloso… Sin embargo, creo que está sobre valorado.

(Gracias, era todo lo que necesitaba escuchar, amiga. He recibido la eucaristía en su máximo esplendor, tu bendición; ahora sí, hermana… ahora sí puedo irme en paz).

Tomemos como hipótesis, entonces, que la convivencia amorosa está sobre valorada.
Todo el mundo desea estar acompañado, que lo acaricien cada noche, lo besen con pasión y le hagan el amor como si fuera lo último que harán en su vida. Le regalen rosas rojas y lo esperen con una cena romántica, dos velas y una botella de vino italiano.
Todos queremos alguien que nos cuide, nos acaricie el pelo, nos despierte con un beso en los labios cada mañana y nos diga “buenas noches, te amo” cada noche.

¿Todos queremos eso?

¿Todos queremos, o la sociedad dice que todos debemos querer eso? Haciéndonos creer que necesitamos todo eso para estar completos, para ser una persona entera, y no, por el contrario, un medio limón (agrio, claro está­) caminando como gallo sin cabeza por las calles de una ciudad cualquiera, en un país cualquiera, en un mundo lleno de odio, egoísmo y globalización.

Ciertamente, ¿alguien se ha parado a pensar en el marketing que se le hace al amor conyugal? Y aquí me detengo a hacer una aclaración necesaria: No digo “al amor”, digo “al amor conyugal”, a la pareja, a la convivencia de dos personas bajo un mismo techo. Al lavarse los dientes juntos, ducharse juntos, apagar el mismo despertador, ir juntos al supermercado, al trabajo, a hacer deporte, a poner lavadoras y secadoras, almorzar juntos, volver del trabajo juntos, cenar juntos y, cómo no, tomar cervezas con amigos en común (obviamente), juntos.

Lo del pelo y los besos matutinos suena muy bien, pero ¿qué hay de la falta de espacio personal? ¿y de la asfixia inconsciente? ¿qué carajo pasa con el individualismo y la libertad personal?

Dónde está la delgada línea que divide la inaugural pasión por hacer todo juntos y la posterior saturación de esa pasión, el exceso de absorción de tiempo, espacio y energía.

Esto me lleva a preguntarme, ¿Cuánto dura la pasión inicial de una relación amorosa? ¿y de una relación conyugal (posean o no dichas víctimas anillos de matrimonio)? Porque, valga la aclaración nuevamente, uno puede poseer (nótese que la palabra “poseer” no es aleatoria) un conyugue, aunque no cargue con el peso de un anillo en su dedo anular. He aquí el quid de la cuestión.

¿Alguien se ha parado a pensar que esto de compartir tanto, es demasiado para los que, como a mí, el mundo nos ha destinado a ser hijos únicos?

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