Conversaba
yo con una vieja amiga, de estas que te conocen como si fueran tu propia madre,
y le decía que, paradójicamente, echaba de menos mi casa de Milán. Su
disposición, su silencio, mis momentos en esa casa, mi autonomía milanesa.
Después de
un silencio, ella me dice que me comprende. Hace una larga pausa, reflexiona, y
emprende la elocuencia
-Esa
es la ventaja de vivir solo… y la desventaja de vivir acompañado.
Para dar más intriga a su veredicto, hace una nueva pausa,
mientras bebe de su copa el morado líquido.
-Vivir
con alguien a quien se ama debe ser maravilloso… Sin embargo, creo que está
sobre valorado.
(Gracias,
era todo lo que necesitaba escuchar, amiga. He recibido la eucaristía en su máximo
esplendor, tu bendición; ahora sí, hermana… ahora sí puedo irme en paz).
Tomemos como
hipótesis, entonces, que la convivencia amorosa está sobre valorada.
Todo el mundo
desea estar acompañado, que lo acaricien cada noche, lo besen con pasión y le
hagan el amor como si fuera lo último que harán en su vida. Le regalen rosas
rojas y lo esperen con una cena romántica, dos velas y una botella de vino
italiano.
Todos queremos
alguien que nos cuide, nos acaricie el pelo, nos despierte con un beso en los
labios cada mañana y nos diga “buenas noches, te amo” cada noche.
¿Todos
queremos eso?
¿Todos queremos,
o la sociedad dice que todos debemos querer eso? Haciéndonos creer que
necesitamos todo eso para estar completos, para ser una persona entera, y no,
por el contrario, un medio limón (agrio, claro está) caminando como gallo sin
cabeza por las calles de una ciudad cualquiera, en un país cualquiera, en un
mundo lleno de odio, egoísmo y globalización.
Ciertamente,
¿alguien se ha parado a pensar en el marketing que se le hace al amor conyugal?
Y aquí me detengo a hacer una aclaración necesaria: No digo “al amor”, digo “al
amor conyugal”, a la pareja, a la convivencia de dos personas bajo un mismo
techo. Al lavarse los dientes juntos, ducharse juntos, apagar el mismo despertador,
ir juntos al supermercado, al trabajo, a hacer deporte, a poner lavadoras y secadoras,
almorzar juntos, volver del trabajo juntos, cenar juntos y, cómo no, tomar
cervezas con amigos en común (obviamente), juntos.
Lo del pelo
y los besos matutinos suena muy bien, pero ¿qué hay de la falta de espacio
personal? ¿y de la asfixia inconsciente? ¿qué carajo pasa con el individualismo
y la libertad personal?
Dónde está
la delgada línea que divide la inaugural pasión por hacer todo juntos y la
posterior saturación de esa pasión, el exceso de absorción de tiempo, espacio y
energía.
Esto me lleva a preguntarme, ¿Cuánto dura la
pasión inicial de una relación amorosa? ¿y de una relación conyugal (posean o
no dichas víctimas anillos de matrimonio)? Porque, valga la aclaración nuevamente,
uno puede poseer (nótese que la palabra “poseer” no es aleatoria) un conyugue, aunque
no cargue con el peso de un anillo en su dedo anular. He aquí el quid de la
cuestión.
¿Alguien se
ha parado a pensar que esto de compartir tanto, es demasiado para los que, como
a mí, el mundo nos ha destinado a ser hijos únicos?
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