Casi 30 años en esta cosa redonda que gira y gira, haciéndome más vieja,
conociéndome más, coleccionando personas, nombres y apellidos con patitas,
anécdotas y pecados con algún que otro raspón y cicatriz (cualquiera diría);
sin embargo, aún no he logrado definir qué carajo es el enamoramiento. No he
podido encontrar definición homogénea bajo la cual incluir el cumulo de
sentimientos que engloban, para mí, la expresión "estoy
enamorada".
¿Viene siendo lo que sentí por Facundo, aquella primera vez que me hice
la ahogada en la playa para que me viniera a salvar? ¿o lo que sentí por
Pancracio la primera vez que una mano masculina acarició [de esa especial
manera] mi piel?
Enamoramiento, en mi cuerpo, podría describirse como un enorme ejército
de átomos y hormonas revolucionadas, locas de euforia y pasión, saltándome de
un órgano a otro, sin control, dejando en evidencia que el cuerpo del hombre
que me atrae está acerca a mí. Por tanto, en sentido estricto, Robertito,
Juancito, Pablito (y alguno más que cuyo nombre no recuerdo), del aula de 4to
grado de primaria, podrían catalogar como miembros de la lista de "hombres
de los que me he enamorado en algún efímero (o no) momento de mi
vida".
Enamorarse, según mi tendencia al perfeccionismo y mi alto grado de
perseverancia, puede parecerse al valiente acto que uno realiza cada 31 de
diciembre, escribiendo en un papel los objetivos futuros que confía cumplir
durante los siguientes 365 días. En otras palabras, Samir, José, Aldo, Alfredo,
y algún otro, fueron todos estrellamientos fugaces en mi corazón, o quizás más
en mis pulmones, por el trabajo que me dieron con cada uno de mis suspiros.
Por el contrario, si definimos enamoramiento como aquel sentimiento que
uno siente, cual brasa ardiendo dentro del pecho, al contactar de alguna manera
(ya sea con método tan tradicional como la telepatía o tan millennial como un
whatsapp) con ese cuerpo que invade toda tu cabeza, entonces diría que Richard también
debería ser añadido a mi lista de enamoramientos fortuitos; enamorada diría
también que estaba cuando un hacha oxidada me partió el cuerpo en dos cuando
Pancracio me dejó.
Entonces podría medir también lo enamorada que estuve de ellos por la
cantidad de lágrimas que derramé en su nombre, ya sea por no poder tenerlos o
por haber dejado de hacerlo.
Enamorarse quizás, entonces, es más lo último que lo primero. Enamorarse
no es amar, sino temer no ser amado. Temer perder el cuerpo y alma de uno mismo
al despegarse del otro. Enamorarse es esa fugaz purpurina que te llena los ojos
de brillo para hacerte enceguecer, para falsamente hacerte creer que toda esa
burbuja de brillantina es tan cierta que durará eternamente. Que Víctor se verá
siempre así de atractivo, interesante, divertido, sexy, intelectual, joven y
cariñoso (y un largo etcétera), cuando todos sabemos que Víctor no será tan
intelectual, ni tan buena gente, ni tan atento, ni tan feroz en la cama después
de un par de meses, cuando Víctor siga siendo el mismo Víctor pero tu hayas
gastado toda la bolsa de purpurina y tus pupilas vuelvan, otra vez, a ser
negras como la pura realidad que rodea al amor, al enamoramiento y a la
obsolescencia programada a la cual están destinados a vivir ambos
sentimientos.